Odiaba cada segundo que había gastado en personas tan perversas, que cualquier cosa de su cuerpo tomaba forma de arma letal.
Sus uñas empezaban a crecer como garras, y con una finura tan propia como la que sólo ella tenía, desarmaba cualquier retazo de ropa y carne que concurría a su paso.
Sangre y piltrafas se deshacían en el aire, y con la misma dedicación con la que la gente vomitaba ante los cuerpos descuartizados, se levantaba y la observaba como la diosa de la perdición.
Luego de un rato, la gente empezó a lanzarse en su camino para ser muerta con glamour: posando un salto monumental o un tropiezo naif, que terminaban en bolsas de huesos abióticas y desfiguraciones cuasi culinarias.
Ella no encontraba cosa más desagradable que perder pestañas, uñas, sudor, en proyectiles armados que robaban un poco de su odio por sí misma y lo transmutaban en tempestades y masacres mundiales.
Sin embargo, cada vez se sentía más aliviada y comprendía el asqueroso egoísmo narcisista circundante; la perversa sensación de gozar el sufrimiento ajeno tan íntimamente como el sexo mismo, el forcejeo de la garganta en la angustiosa mañana en la que despiertes y te figures que tu culpa volvió a vos, y te ahogó en tu dulce cama,
tragando mierda.
Sofía.
06/03/09