Saturday, January 14, 2017

El llanto nunca bien ponderado


Llorar todas las mañanas se ha convertido en mi práctica espiritual. Con mis angustias me despierto, les doy los buenos días. Con mis dolores me levanto, los reniego un rato y luego ya estoy arriba, yendo a llenarme de ayurveda la boca, el cuerpo, nutriéndome un poquito, dandome de lo que necesito: tierra, madre, amor. La cocina es mi segunda parada, donde me preparo un mate lleno de yuyos, o un mate de coco y cacao, o una leche vegetal, todo depende del día, del sol, del horario, del corazón y sus virtudes, del alma y sus defectos, del gato que me saluda y hace un ruido que suena a "maumau", traducible como "mamá", refregándose contra algún mueble, seduciéndome e invitándome a acariciarlo. "Prema", le digo, y lo acaricio. Por qué no; si su ser mamífero quiere de mis manos, de mis manos llenas de piel, de hueso, de dar y de pedir... por qué no acariciar su felpuda espalda, amansar el retoño de mis durezas con su naturalidad.

Replantearme si los saludos al sol, o el baile africano, o los tambores de la danza del vientre, o echarme a llorar un rato y que todo se vaya a la mierda. Por momentos se dá todo junto, todo cambiante, intermitente, truncamente completo, siempre llorando, siempre llorar: drenar, dejar salir, abrir la boca; respiro profundo y aaaaaah. Me gusta llorar, cuál hay.

Abrir la boca y dejar que esta lengua-vívora tenga sus desencuentros con la formalidad del mundo en el que vivo; a priori todo resulta disruptivo, tenso, contrario, cambiante. Mi arrogancia zen se contradice con mis cuadraturas astro-geomorfológicas y en un segundo huracanado, todo escurre cual cloaca hacia el Río de La Plata, en donde el zen es el mismo caldo primitivo que lo escatológico de las ciudades y los vínculos humanos.

El viento, el frío de nuevo, la primavera que llegó pero es fría, mi corazón que ama pero duele, la comunicación incautada por las leyes, las galletas de avena que se me secaron y estan amargas. Entonces, ¿qué mejor que llorar? Dejar que el cuerpo largue unas agüitas saladas ricas por esos pequeños ojales en un pedacito del párpado inferior. Tan pequeño y extraño acto, seguido de balbuceos, sonidos guturales, exhalaciones por la boca, a veces con abrazos, a veces con soledades. Debo admitir que llorar sola me encanta, nadie a quien complacer con poco-llanto; sólo complacerme a mí misma con gritos, pataleos, caprichos guardados de tiempos inmemoriales, abrazos autoreferenciales.

El mate que se me enfría, la ventana y dios(a)(e)(x) que dejan que permee lo que me trasciende. ¿Una mueca que es en sí lo que es? La del llanto. Sin taparse la cara, ni la boca, ni mirar para otro lado, ni querer que "el otrx no me vea", o tener que explicarle el por qué.

Yo, conmigo misma, en mi práctica no elegida pero bien recibida y nunca bien ponderada: llorar.


Sofía
23/9/2016